En la Ciudad de Ankara, cuando la milicia de Baudó se encontraba en un estanquillo, Copérnico estaba en cuclillas, tomando una cerveza y cesó de hablar en ese momento, cuando entró a chalanear un hombre de maneras chabacanas, hablando de el chacuaco que había construído en su casa y de cuánta plata estaba trabajando con la ayuda de este horno.
Copérnico, tirando su ritón al suelo, dando un doble rebote, se dirigió a este hombre, y con suma distinción, contribuyó con su sabia palabra. Tomando distancia y de manera disuasiva, hizo una disquisición del tema, para así distender la tensión creada.
Capuchina seguía sirviendo cerveza a todos, captando la atención de Copérnico, pues caminaba con su característica caracola en la cabeza, y una carachupa sobre los hombros, calzando camafeos de Arequipa.
Fausto, el chabacano, la miraba con ojos fantasmales, y meneaba la cabeza como un fantoche, fantaseando con los aromas que emanaban del sedoso cabello que habilidosamente había levantado en bucles Capuchina.
La hacienda estaba en un estado intrigante de intoxicación, interrogando todos a intervalos a Fausto, quien parecía tener la dictadura del asunto en su poder.
Diecinueve eran los diestros que decidieron diezmar la población, para lo cual, Baudó usó hábilmente los cernícalos para escoger a los más débiles, y usando cascabeles atados a sus pies, les dio caspiroleta y los mató.
Luego un ataque de casmodia inundó el lugar haciendo entrar a todos en el caserón. Una caldera de calefacción central amodorró a todos y pararon de castañear los dientes, cayendo en un profundo sueño.
Capuchina, que vivía en un caserío cercano, se encontraba en el umbral de la puerta de su casa, con un ramo de cardos en la mano. Estaba esperando a un buque carguero que traería a su amante a tierra. Se sentía desfallecer de ansiedad por verlo. Con una mano sostenía las flores, que parecían más bien salidas de un funeral y con la otra mano, temblando, sostenía un cigarrillo.
Detrás de ella salió un chacal domesticado, le rozaba las piernas mientras ella fumaba. Su vista perdida en el mar de enfrente, veía largamente las olas reventar en las rocas. El chacal husmeaba insistentemente sus pies, como si ella hubiese estado en un lugar diferente y hubiese estado hablando con gente extraña. El chacal tenía pelaje en forma de capa, azabache; ojos marrón ámbar y pecho blanco.
Nadie oyó nada, pero el chacal levantó la cabeza y erizó las orejas, prestando atención. Allá se acercaba un caballero, vestido de abrigo largo y pañuelo azul en el cuello. Era Edelerio, vino una tarde como un hombre abominable, llevando un talismán abraxas en el pecho abofeteando a medio pueblo.
Vino al lugar para enseñar malas prácticas, abogando por la libertad de la mujer. Abrillantó los actos como un ejercicio de piedad ofrecido a las mujeres, para que abjuren de su fé. Estas prácticas, resultarían en abrasión de las creencias cristianas, siendo abucheado por los pobladores.
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